El valle del leopardo
Llegar a Zambia desde España no es muy fácil. Es un largo viaje con varias escalas. Y tampoco es un país del que se tengan muchas referencias, ni siquiera para viajeros experimentados.
Lusaka te recibe con ese bullicio tan característico de las ciudades africanas, dónde, a pesar de las dificultades por las que pasan la mayoría de sus habitantes, uno siente que allí la vida está más latente que en mi vieja Europa, o en las grandes ciudades del mundo.
Tras salir del aeropuerto, uno enseguida empieza a adentrarse en ese África que tanto desea. Los colores, los olores, la sensación de verdad en cualquier lugar al que se acerque la mirada. Y, tras cruzar la capital, un largo viaje de varias horas nos lleva a uno de los grandes paraísos en la Tierra: el Parque Nacional de South Luangwa, el «valle del leopardo».
South Luangwa es, no solo un paraíso para los animales que allí habitan, sino también para los humanos que tenemos el privilegio de visitarlo. Con más de 9,000 km2, es uno de los entornos de mayor concentración de fauna africana. Y, probablemente, el mejor lugar del mundo para ver leopardos con facilidad. Y eso es mucho, hablando de leopardos, uno de los felinos más esquivos.
Y si, ver leopardos era el objetivo prioritario de mi viaje. Ya conocía diversos países africanos, algunos tan maravillosos y especiales como Gabón, dónde pude avistar ballenas jorobadas en la costa, danzando como delfines, y gorilas de llanura en el interior de sus tupidas selvas, o Sudáfrica, dónde me había bañado entre tiburones, y cumplí de largo con mi cuota del resto de big five. Pero, claro, leopardos solo había apercibido uno en la lejanía, en las llanuras del Serengeti, hacía muchos años. Eso ya no era suficiente para mi . Tenía que sentirlos de cerca, apreciar sus movimientos, su esbelta figura, su aguda mirada.
Llegué de noche a un campamento en las afueras del parque con todo lo necesario para sentirme a gusto. En pocas horas, entraría en el hábitat de leopardos más denso de África.
Y llegó el día. Nos levantamos antes del alba. Hacía frío. La excitación era máxima. Había amanecido sereno. Estábamos en estación seca, y, prácticamente todos los días era iguales. Algunas nubes teñían ese cielo azul africano, dónde el Sol impera desde que aparece en esta época del año.
Desayunamos ligero y nos subimos al todoterreno que nos llevaría a las puertas del parque. Una vez cumplido el protocolo y entregados los permisos, accedimos al interior.
Yo ya había estado preparándome para estar atento a cualquier acontecimiento que pudiéramos avistar, con mi nueva cámara, recién adquirida pocos días antes.
Y, en el puente que sigue al acceso al parque, ya tuvimos que parar el vehículo al avistar un par de águilas pescadoras, volando en círculos sobre nosotros, como si nos estuvieran dando la bienvenida a su santuario. Porque eso es South Luangwa, un santuario en el que nosotros somos invitados de lujo.
Tras avistar las impresionantes águilas, empezamos a ver un sinfín de animales diversos, como los magníficos hipopótamos que retozan en charcas y río, siempre acompañados de aves, de diversos tamaños, que se posan en sus lomos y les purgan de insectos, en una asociación de conveniencia, entre dos especies que se complementan perfectamente.
Posteriormente, nos encontramos con una maravillosa familia de leones, búfalos, kudus, elefantes que se cruzaban en nuestro camino. Los divertidos facoceros, que alegremente pasean por las praderas, ya secas en esta época del año, y jirafas de diversas edades, endémicas de esta zona africana.
Pero yo todo esto ya lo había visto en otros viajes. Yo quería ver leopardos, yo quería ver el animal que considero más bello del continente africano.
Tras cruzar unos senderos sinuosos con nuestro todoterreno, y llegar a una amplia planicie cortada por el centro, a través una zanja bastante profunda, nuestro guía se puso en alerta. Había divisado algo, en el interior de esa zanja. Pero podría ser cualquier animal. Un perro salvaje, una hiena, incluso una leona. Quién sabe. Era demasiado fácil, pensé.
Entonces, súbitamente, una cabeza asomó desde el interior de la zanja. Ya no había duda. Era una magnífica hembra de leopardo, majestuosa, elegante, preciosa. Estaba en pleno análisis de la situación. A no más de 100 metros se encontraba un pequeño antílope que estaba alegremente pastando la poca hierba seca que todavía quedaba en la zona.
El lugar era ideal, una gran llanura, sin obstáculos, y un punto de observación para el felino desde el que difícilmente podría ser detectado por el pequeño animal. Y nosotros, desde la atalaya que constituía nuestro vehículo, éramos observadores privilegiados de ese espectáculo. El ciclo de la vida, de nuevo, lo teníamos ante nuestros ojos. Algo quizás cruel para la víctima, pero justo, y necesario, con las leyes de la naturaleza.
El leopardo se fue moviendo, sigilosamente, para acercarse lo más posible a su presa. El antílope continuaba absorto en su rutina. Entonces, de un gran salto, el leopardo salió de su escondite. El antílope se giró, le miró fijamente, y, por un instante, pareció que ambas criaturas se quedaron congeladas encontrándose con las miradas. Y yo, desde una distancia no muy lejana, tenía frente a mi la estampa que tanto había estado deseando, desde que, siendo niño, disfrutaba con mi padre los documentales de la BBC o del naturalista español Félix Rodríguez de la Fuente.
Por fin estaba allí, por fin sentía la emoción de la naturaleza en todo su esplendor. El leopardo emprendió la carrera hacia el antílope. Y el antílope, casi inmediatamente, se dispuso a correr para salvar su vida.
Es irónico, pero el cazador, en este caso, también sabe que su vida está en peligro si no consigue su presa, porque acabaría muriendo de hambre si no es lo suficientemente hábil como para alimentarse por su cuenta. Nadie da nada en la naturaleza. Y todos dependen, únicamente, de si mismos.
Y el antílope escapó. Un mal movimiento del leopardo, o un hábil quiebro del antílope, hizo que el animal se escabullera y ya no pudiera ser alcanzado por el felino.
Nosotros, desde nuestro vehículo, estábamos, por un lado, contentos por ver cómo el pequeño animal había podido evitar ser atrapado, y alargar su vida, quién sabe si unas horas o unos días más. Pero también estábamos tristes por ese leopardo hembra, que había perdido su presa, y del que, tras seguir sus pasos, averiguamos que alimentaba una pequeña camada de tres crías, que dependían totalmente de su habilidad para proveerlas de alimento.
Quién sabe. Si el animal fracasaba en su próxima tentativa de caza, quizás alguna de sus bellas crías no lo podría soportar. El débil no siempre es el menos fuerte físicamente en África.
Mi primer leopardo. No sería el último. Y habrá más, sin duda. África siempre te pide volver. Como ese leopardo lo volvería a intentar, una y otra vez.